El rol del adulto en Montessori es acompañar, no dirigir. La transformación comienza con la observación: del niño y de uno mismo. El lenguaje, los gestos y el tono de voz forman parte del ambiente y marcan la calidad del vínculo.
En este enfoque, enseñar deja lugar a mostrar. Decir “te muestro cómo lo hago yo” en vez de “te enseño cómo hacerlo” cambia la dinámica: se ofrece un modelo, pero el niño tiene la libertad de intentarlo a su manera.
La autonomía también se fortalece cuando el adulto espera antes de intervenir. Al anticipar que estará disponible si se necesita ayuda, el niño aprende un límite natural: “todavía no puedo resolverlo solo, pero puedo pedir ayuda”. Esta capacidad de reconocer y expresar necesidad es una habilidad valiosa para la vida.
La disciplina positiva se integra a esta mirada: establecer límites claros y coherentes, validar emociones y promover la reparación en lugar del castigo. De esta forma, el adulto se convierte en un referente de respeto y confianza.
